OPINIÓN- En el boxeo, y dentro de otros deportes también, existen unos seres nefastos denominados “amigos del campeón”, esos que son capaces de palmear las espaldas cuando todo marcha sobre rieles y que, cuando las cosas se tiñen de color negro, desaparecen como por arte de magia sin volver a dar señales de vida.
Cuando el campeón gana sus peleas están ahí, sentados en la primera fila del ring side, metidos en el camarín opinando y diciendo estupideces con tal de sobarle el lomo a la estrella en cuestión.
Para peor, son los encargados de obnubilar, sin saber mucho de boxeo, hasta al más cuerdo de los campeones, diciéndoles que la gente que los cuidó desde los inicios son personas de malas intenciones, sin saber siquiera que esa gente fue la que se encargó de que a la actual figura no le faltase un plato de comida o un techo donde dormir en las noches de frío.
Es clásico también ver a los amigos del campeón, todos moviéndose en patota, viviendo de la billetera del mismo y mangueando cuanto antojo se les ocurre, o bien llevándolo por ese camino oscuro que logra que los pies se eleven hacia la estratosfera, perdiendo el sentido común y el sentido de pertenencia hacia las personas que se acercaron para dar una mano cuando las cosas no salían como se esperaban.
La realidad del boxeo es así. En muchas peleas disputadas en Mendoza se pudo y se podrá ver a una horda de personas trepadas al ring, cuando en realidad lo que deberían hacer es quedarse en sus casas para no interrumpir la carrera del campeón.
Este estigma parece ser algo difícil de erradicar dentro de esta disciplina, más sabiendo que los pibes que lo practican, por lo general, vienen de situaciones en las que el cariño y la comprensión no existen y donde los vivillos están a la vuelta de la esquina prometiendo cosas irrisorias y descabelladas.
El día que “los amigos del campeón” desaparezcan (algo que es casi utópico) volveremos a disfrutar de esas duplas que supieron engalanar las páginas de nuestro pugilismo.
Cuando el campeón gana sus peleas están ahí, sentados en la primera fila del ring side, metidos en el camarín opinando y diciendo estupideces con tal de sobarle el lomo a la estrella en cuestión.
Para peor, son los encargados de obnubilar, sin saber mucho de boxeo, hasta al más cuerdo de los campeones, diciéndoles que la gente que los cuidó desde los inicios son personas de malas intenciones, sin saber siquiera que esa gente fue la que se encargó de que a la actual figura no le faltase un plato de comida o un techo donde dormir en las noches de frío.
Es clásico también ver a los amigos del campeón, todos moviéndose en patota, viviendo de la billetera del mismo y mangueando cuanto antojo se les ocurre, o bien llevándolo por ese camino oscuro que logra que los pies se eleven hacia la estratosfera, perdiendo el sentido común y el sentido de pertenencia hacia las personas que se acercaron para dar una mano cuando las cosas no salían como se esperaban.
La realidad del boxeo es así. En muchas peleas disputadas en Mendoza se pudo y se podrá ver a una horda de personas trepadas al ring, cuando en realidad lo que deberían hacer es quedarse en sus casas para no interrumpir la carrera del campeón.
Este estigma parece ser algo difícil de erradicar dentro de esta disciplina, más sabiendo que los pibes que lo practican, por lo general, vienen de situaciones en las que el cariño y la comprensión no existen y donde los vivillos están a la vuelta de la esquina prometiendo cosas irrisorias y descabelladas.
El día que “los amigos del campeón” desaparezcan (algo que es casi utópico) volveremos a disfrutar de esas duplas que supieron engalanar las páginas de nuestro pugilismo.
Por Juani Blanco