Lo miré desde el marco de la puerta. No quería impacientarlo, ni mucho menos ponerlo nervioso. Giró su cabeza y levantó su pulgar derecho como diciendo “quedate tranquilo que nos vamos temprano a casa”.
Me di la vuelta y prendí un cigarrillo.
Si bien ya hacia un tiempo que había dejado el vicio, en ese momento estaba nervioso y sentía la necesidad de hacerlo.
Ese cigarrillo, de marca Pall Mall, me lo había dado un tipo de singular sombrero que se encontraba en la fila de ingreso. “¿Fuma?”, me dijo. Y yo asentí con la cabeza sin darle mucho pie a la conversa.
Estaba nervioso. Se notaba. Mis manos temblaban como hojarasca en pleno otoño.
Caminé ese pasillo largo y oscuro con el deseo de que el faso, convidado por aquel personaje, no se terminara nunca, aunque la falta de costumbre me provocara una tos ronca y reseca.
A lo lejos, una luz me invitaba a salir del túnel para zambullirme en el griterío ignoto de la muchedumbre que se deleitaba con una de las contiendas preliminares entre los pesos completos Carlos El Pampa Carreño y Hermenegildo El Guachito Hidalgo.
Era de todo menos una pelea de box. El Gauchito, de casi
Fue el momento de máxima ebullición previo a la contienda estelar por el título argentino de peso welter juniors, que estaba en poder de Nicolás El Rompe Huesos Corvalán.
El apodo de este neuquino, con rasgos bien definidos de sus antepasados aborígenes, me producía cierto misterio. ¿Sería para tanto? ¿o sólo era para llamar la atención?
En fin, su record inmaculado de 26 victorias, con 23 nocauts, lo decía todo.
Dentro mío pensaba en irme de ese lugar y caminar por los alrededores; pero sabía que ese pulgar arriba traía consigo un pedido de apoyo mío hacia él. No podía irme, aunque los nervios me carcomiesen las tripas.
Había algo que me dejaba relativamente tranquilo. Cuando estuve parado en ese marco de madera casi podrida, producto del vapor de las duchas, vi que el pibe charlaba con un petiso que tenía pinta de haber sido un gran peleador, de esos que boxeaban a lo mexicano largando golpes a diestra y siniestra.
Como estaba de espalda no pude dilucidar si realmente era quien pensaba, aunque por su contextura física de petiso retacón y brazos cortitos, estaba casi seguro que era el gran campeón.
Vaya a saber que le habrá contado al pibe en ese momento. En el ambiente se percibía que lo contado lo dejaba tranquilo y con ganas de salir a comerse a ese tal Rompe Huesos.
Ni bien se bajaron los pesados del ring, uno con la alegría lógica de haber ganado por nocaut, y el otro acompañado por el médico de turno por culpa de terrible piña, mis nervios comenzaron a aflorar nuevamente y pensaba que debía escapar de ese lugar sin que me viese el muchacho.
Salí del estadio, y en el trayecto me topé con el tipo de singular sombrero. “¿Fuma?”, me preguntó nuevamente. Sin dudarlo le saqué de las manos el paquete de puchos color rojo con letras blancas.
Sin darle chance a réplica corrí hasta la esquina y le pedí fuego a un cuidacoches que se estaba haciendo la “América” a costillas de los ricachones que le dejaban sus coches último modelo para que se lo cuidaran.
Como estaba con unos auriculares en sus oídos, tuve que pegarle un grito para que se diera vuelta y atendiera a mi pedido. “¿Cuál es el suyo?”, me preguntó, y señaló la enorme fila de autos que cubría cada centímetro de la cuadra. “Lo único que necesito es que me convides fuego, nene”… Me miró, metió la mano en un bolsillo rotoso y me pasó una caja de fósforos algo húmeda por el agua con la que lavaba las máquinas a su cargo.
Prendí uno y me quedé apoyado en un coche color negro. El pucho se consumió como si hubiese sido fumado a grandes bocanadas. Inmediatamente encendí otro, siempre mirando a ese pibe que no debe haber tenido más de 17 años.
Él estaba muy concentrado en lo que escuchaba por intermedio de esa radio portátil que colgaba de su cinto de piola. Realizada una especie de danza magistral… era algo así como si tratara de imitar al gran Nicolino.
Juro que no podía dejar de llamarme la atención y por eso decidí terminar con el misterio que me provocaba.
Le descolgué uno de los auriculares y le pregunté qué era lo que escuchaba. Sin decirme una palabra me señaló el estadio y a mí me entró un escalofrío que me carcomió todos los huesos.
“Qué está pasando”, grité desaforadamente. Abrió los ojos como un dos de oro y me contestó: “Parece que el retador al título no la está pasando nada bien”.
El paquete de puchos cayó al suelo. Salí corriendo hacia ese lugar de donde había escapado unos minutos antes.
Cuando entré vi como Corvalán acertaba una combinación perfecta de jab de izquierda, para abrir la guardia, posterior cross de derecha a la barbilla.
El pibe cayó sobre el entablonado y yo caí en un estado de coma profundo. Mi mente estaba en blanco hasta que de un momento para otro se repitió esa imagen de la combinación magistral sobre el rostro de mi pollo.
Pegué un salto. Estaba todo transpirado. Ya no estaba en dentro del estadio.
Era raro, me sentía raro porque hacía segundos yo había visto caer a ese peso welter junior. Comencé a llamarlo y no respondía.
Cuando abrí los ojos estaba sentado en la cama. Era de día. Los pájaros cantaban sobre la ventana. Seguía sin poder entender donde me encontraba.
La sacudí del brazo y le pregunté dónde estaba el pibe. Me miró y me dijo: “no tenemos hijos. Fue todo una pesadilla”.
Apoyé la cabeza sobre la almohada e intenté seguir soñando con el campeón.
Por Juan Ignacio Blanco
juaniblanco@boxingclubmendoza.com